Una noche, todavía adolescente y viviendo en casa de mis papás, soñé que me quebraba la cabeza en dos mitades. No recuerdo bien si me había golpeado o cómo sucedió pero el cráneo se me partía a lo largo, desde la frente hasta el final de la nuca. La sangre empezaba a escurrir. Para no morir, se me ocurrió apretarme la cabeza con las manos a ambos lados. El remedio pareció funcionar por un instante, pero mi corazón se oprimió al comprender que no aguantaría mucho tiempo. Entonces quise despedirme de las personas. Tampoco recuerdo qué personas aparecían en mi sueño. Pero se me quedaban viendo con tristeza, sin poder ayudarme. Sabía que en cuanto dejara de apretar, todo terminaría. Mis brazos se cansaban aceleradamente. Lloraba de angustia. Me quedaba sin fuerzas. Sangre y lágrimas se mezclaban. Cuando por fin bajé las manos, me desperté. Fui corriendo a la recámara de mis papás —de esas raras ocasiones— para pedir auxilio. Mi mamá me dijo: Tuviste una pesadilla, y me volví a la cama con las lágrimas del sueño y de la vida real. Ahora que lo revivo, no sé si me deprime más la imagen de mi cabeza quebrada o mis esfuerzos desesperados por mantener las partes unidas.
*
Desde hace mucho sé que soy una disonancia andante.
Aprendí el concepto disonancia cognitiva en mis clases de psicología de la prepa. Lo busco ahora: Tensión o desarmonía interna del sistema de ideas, creencias y emociones (cogniciones) que percibe una persona que tiene un comportamiento en conflicto con sus creencias. Según entiendo, la teoría de la disonancia cognitiva sostiene que las personas que hacen algo contrario a sus ideas o creencias terminan por cambiar esas ideas o creencias por otras, de modo que les resulte más aceptable su propio comportamiento. Y mirarse al espejo.
La disonancia cognitiva también se da cuando una persona tiene dos ideas o deseos opuestos a la vez. Y entonces termina por crear un nuevo sistema de pensamiento que trate de resolver el conflicto. Así dicho, parece una teoría muy dialéctica. Pero ¿qué pasa cuando no hay síntesis? ¿Qué sucede cuando las disonancias se reproducen y crecen por sí solas hasta el fin de los tiempos, cuando la maraña mental cobra autonomía y en lugar de crear algo nuevo vive en tensión permanente? El desgaste es evidente. Así que para descansar, la maraña simplemente se disfraza de blanco y decide no pensar. El peligro entonces es que el individuo —o sea yo— termina por desconectar acción/pensamiento. Qué dirán lxs psicólogxs de mi penoso caso.
Hace veinte años, en la prepa, mis problemas mentales ganaron un nombre: disonancia cognitiva incurable. O será más exacto decir: irresoluble.
*
Ejemplos de cómo la disonancia cognitiva ha afectado mi vida hay muchos. El primero de importancia que recuerdo, con algo de vergüenza, ocurrió precisamente cuando estaba en la prepa. A esa edad me gustaba pensar que llegaría a ser una “ejecutiva” importante. Ahora digo ejecutiva, pero en ese tiempo no usaba la palabra, sólo tenía la imagen en mente: llevaba portafolios y traje y un teléfono en la mano. Era una persona muy ocupada y tomaba decisiones y ganaba dinero. Pero al siguiente día me gustaba imaginar que era una investigadora entregada. Quizá historiadora, quizá antropóloga, vestía el uniforme que todos conocemos de los investigadores en ciencias sociales: pantalón de mezclilla y saco de pana café con coderas, morral al hombro. Por las mañanas iba al archivo; salía corriendo para dar clases y más tarde tenía una reunión porque, claro, encima estaba organizando la revolución. O algo así. El caso es que también era una persona muy ocupada; no ganaba mucho pero trabajaba por la causa. Al tercer día me preguntaba a mí misma cuál de las dos imágenes me gustaba más. Nunca pude contestarme. Al cuarto día me agarraba la angustia de la indefinición, sobre todo en esas épocas en que tenía que hacer trámites y decidir qué área iba a estudiar. Eran cuatro. Descartaba de entrada la 1 y la 2, ciencias duras. Pero no podía elegir entre las otras dos. La 3 me llevaría a la oficina y el portafolio; la 4, al archivo y el morral. En la única oficina que terminé fue en la de la orientadora de la escuela, donde lloré y lloré durante días, ante su cara de estupefacción porque no sabía qué decirme. Al final, creo que mi vida ha sido un ir y venir entre el morral y el traje. El problema, obvio, es que ni organicé la revolución ni me hice millonaria.
Vivir afuera, como ahora vivo, en un país que no es mío y en el que no pensaba vivir, está resultando la madre de todas las disonancias en mi vida. A estas alturas, todavía no la he podido resolver —no he podido crear un nuevo sistema de pensamiento maravilloso y liberador que me conecte de nuevo con la realidad. En cambio, me levanto todos los días en una ciudad, desayunocomoyceno en otra, la mía, la de siempre, y al final me acuesto de nuevo en ésta, en la que estoy. Celebré el 1 de julio a través de la pantalla, sentí envidia de todos los que fueron al zócalo de la CDMX, stalkeé a todxs lxs amigxs que pude para tratar de captar qué se sentía estar ahí. La siguiente mañana salí al sol abrasador a la hora de siempre, manejé la frígüey y vi lo que había que ver: que en este desierto nadie festejaba. Pero qué van a festejar, con lo que pasa aquí.
*
A dos años de iniciar este viaje, por fin nos aprobaron la green card. Pensamientos y emociones chocan y la maraña se vuelve a despertar. La pesadilla que tantas personas, adultxs y niñxs, viven injustamente hace el peor contexto para hablar de procesos migratorios. Si en realidad ese mismo contexto fue el que hizo que la green card se tardara tantísimo. Todomal. Al final, habrá que aceptar que es una buena noticia para nosotros. Ya veré cómo mantengo unidas las partes de mi cabeza.
