Era natural, por no decir obvio, que en cuanto dejara de trabajar, leyera Escritos para desocupados, tratando de buscar casi con desesperación una palmada en la espalda, quizás un reflejo y hasta una nueva bandera. Hace unos años, cuando salió el libro y lo compré, le eché una ojeada y lo cerré con temor. En un instante presentí el peligro de que la lectura me incitara a mandar todo comosedicealachingada y botar mi trabajo. La frase era así de atractiva: Un libro de sublevación personal. Me fijé en las coincidencias con la autora, Vivian Abenshushan: mujer, trabajadora y editora en una corporación. Yo hacía libros de texto para la compañía más grande del mundo. En comparación con otras editoriales, aquí el glamour de la literatura brillaba por su ausencia, sólo había estrés, fechas de entrega y una rutina basada en la presión constante. Las prisas y la colitis me hacían soñar con una vida calmada y placentera. La cuarta de forros me describía: ¿Siente usted que trabaja cada vez más y tiene cada vez menos (tiempo, dinero, deseo, ímpetu)? Me recordé a mí misma con incredulidad cómo pasé la semana santa entera trabajando con todo y una gastroenteritis que me dio por comer cerdo una tarde, cuando con impaciencia me di un atracón en un semirrestorán gringo, a sabiendas del largo puente de trabajo que me esperaba. ¿Cuántas veces ha deseado estampar en la cabeza de su jefe el recibo de su salario? Si me estuviera haciendo rica pero ni eso, pensaba yo. ¿Duerme bien? A veces, cuando llegaba de la oficina iba directamente a la recámara y me dejaba caer, boca abajo, en el colchón; a veces, me quedaba dormida en esa posición hasta que algún ruido me despertara para seguir “el segundo turno”, como le llamaba una compañera. Mate a su jefe: renuncie… retaba la contraportada, y pensé: no puedo leer esto ahora. No puedo darme el lujo de irme. Además, mi jefa seguro ni se inmutaría.
Con ese pesimismo, solté el libro por un momento, que se volvió unos meses, un par de años, y hasta ahora lo desempolvé y lo abrí buscando, como digo, un respaldo y un cómplice en este punto tan diferente de mi vida, en que no tengo un trabajo fijo y deambulo por una ciudad distinta de la que siempre habité. Sólo pasar las primeras páginas me hizo sentir tan lejanos aquellos días de levantarme temprano, preparar el tóper, treparme al tráfico, sentarme por horas en el cubículo/corral y no volver sino hasta la noche, para hacer lo mismo al día siguiente. Qué sorprendente, lo rápido que pasa el tiempo cuando no se tiene que ir a una oficina. Ya son meses desde que me fui. Para recordarme cómo era entonces, me puse a revisar mis postits de cuando estaba en plena acción. Es curioso, de momento ni entendí mis notas: Ver histórico de ventas, buscar catálogo en inglés, conseguir revisores… Era otra persona, yo. Me pregunto si habré “hecho estos pendientes” o qué universo paralelo se habrá destruido si dejé de hacerlos. Tengo que encontrar una forma de trabajar menos y ganar más. Tal cual, eso escribí en algún cierre de edición. Un enero, como este que transcurre pero en otra dimensión, apunté: Con las vacaciones regresan los sueños. Recuerdo bien que era lunes, volvía yo de un viaje, y al momento de sentarme de nuevo en aquella silla giratoria mal acojinada, sentí una impresionante desazón porque quién sabe cuándo tendría de nuevo días de descanso.
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Es fácil avanzar en el libro y simpatizar con esa crítica contra el trabajo que conlleva también la postura a favor del ocio y la vagancia. Encontré algunos postits más y me dejé llevar por los recuerdos repasando línea tras línea mi currículum. Siempre he trabajado en los lugares equivocados. Para mí, la que llaman zona de confort no ha estado falta de humillaciones y conflictos. Una vez, sufrí acoso laboral –no sexual– y no encontré apoyo ni orientación para manejarlo. En otra ocasión, cuando dejé un puesto de comunicación corporativa porque decidí estudiar una maestría de tiempo completo, el director general de recursos humanos me dijo con arrogancia que cometía una estupidez y que me estaba condenando a mí misma a vivir en la pobreza. Se rió de mí y me dejó con la mano extendida. En otro lugar me hacían quedarme en la oficina hasta las dos o cuatro de la mañana o la hora que fuera “necesario”, y en otro me sometieron a un curso de código y normas internas, haciéndome ver que no podía ir vestida como iba. Apuesto que llevar guaraches no ayudaba.
Supongo que por este historial de experiencias fallidas, mis amigues celebraron ahora que renuncié: Te lo mereces, me aplaudieron. Sentí que algunos lamían una estrellita y me la pegaban en la frente. Varios de ellos nunca han trabajado en una oficina y supongo que incluso no han necesitado introducirse en el género literario más imaginativo de la modernidad: el CV. Se dedicaron a la academia y desde las alturas de la vida intelectual ven, no sin burla y un poco de desdén, a los que se levantan todos los días a la misma hora, preparan el tóper, se trepan al tráfico, etcétera. Los entendí –¿los envidié?– hace un año, cuando por un pronunciado recorte vi gente llorando en los pasillos de la editorial y sentí alivio cuando me enteré de que “no me tocaba a mí”. No hay que humanizar el trabajo. Hay que desaparecerlo. Sólo entonces podremos volver a él razonablemente, no más de cuatro horas al día, proclama Abenshushan.
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Con todo, hay un lado del trabajo que creo no está siendo lo suficientemente valorado, y ese lado es precisamente el centro del orgullo de quienes llevan quince o veinte años moviéndose en la oficina y usando corbata y sobreviviendo a los recortes de personal. Un monumento merecen, me parece. Y si en lugar de corbata lo que llevan son tacones, dos monumentos. Lo difícil que es pararse e ir a plantarle cara sonriente a los jefes o a los clientes o a los compañeros del área de finanzas o al proveedor que no llegó a tiempo.
Además, todos crecimos así, ¿o cuándo dejó de ser motivo de admiración el que nuestros padres se desvelaran para forjar un patrimonio y que pudiéramos comer y formarnos? Mi padre. Es la única persona que manifiesta su inquietud por mi situación de desocupación actual. Yo sé que honestamente le preocupa. Comenzó a trabajar cuando era un niño pequeño y desde ahí no lo ha dejado de hacer, como quien no quiere la cosa, incluso ahora que está pensionado. Ejemplo perfecto de aquellos a quienes critica Abenshushan por no saber parar. Yo siento una extraña necesidad de contarle a mi padre que no todo ha sido mi elección. La culpa, ya con muchas páginas del libro encima, no ha desaparecido del todo. Sí, yo decidí renunciar, pero pensé que podría volver a trabajar pronto y no es así. Mi desocupación, a diferencia de la propuesta por esta autora, no es enteramente voluntaria.
Por lo mismo, no es difícil caer en la posición de víctima de las circunstancias y decidir dormir cada vez más tarde y levantarme cada vez más tarde. Para mí, no es un reflejo de que naturalmente soy una persona nocturna –como la autora– sino una decisión práctica basada en la concepción dominante de qué se hace a qué horas: si la gente trabaja la primera mitad del día, a la noche se permite “perder el tiempo”. Yo ahora prefiero evadir la mañana y llenar las horas nocturnas frente al televisor. La noche me cobija y me hace sentir acompañada, un poco menos culpable por “ver algo”, en lugar de alimentar el espíritu y leer a Hegel. Cómo te explico, querida Vivian, que no todos quieren leer a Hegel en su tiempo libre…
Tan pronto como escribo esto, encuentro el último de los postits que escribí cuando trabajaba, y enseguida siento claramente cómo me tiro un balde de agua fría a mí misma. De lleno, sin piedad: Si todos los días fueran fines de semana, probablemente no sería pesimista. Todomal. Ahora ya no tengo el apuro de entregar archivos, llamarle a los colaboradores, entrar a reuniones, llegar a tiempo. Ahora puedo comer a mi ritmo y salir y dormir cuanto quiera. Ahora me muerdo la lengua. En fin de semana como lo que quiero y hago lo que quiero. La dieta y el trabajo están ligados con el pesimismo, pensaba yo cuando trabajaba ingenuamente imaginando un mundo mejor. Mira que hay espejos que construimos nosotras mismas nomás para hacernos daño.
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Avancé más en el libro y entonces comprendí. Que Escritos para desocupados no iba a ser ningún manual autocomplaciente que me hiciera sentir a gusto conmigo misma por haberme escapado de las garras del trabajo voraz. Y que la sublevación personal es un trabajo en sí mismo aunque no pagado, como tantos otros que hay en este mundo capitalista y cruel. En las circunstancias actuales, la desocupación voluntaria es extraordinariamente difícil, una epopeya cotidiana…, dice Abenshushan pero se apura a dejar claro que prefiere esta epopeya a volver al trabajo. Para mí, en cambio, todos los días son fines de semana pero sigo siendo pesimista, y no veo la luz. Y no sólo eso. El espejo en que me veo resulta vergonzante y mordaz. Ésta es la verdadera nota de mi perdición:
José Luis Flores pasa su tiempo puertas adentro. Entre su cuarto y el salón. Apaciblemente. Se acuesta tarde. Se levanta tarde. Ve la televisión —el lunes comió viendo Deportes Cuatro seguido de dos episodios de La que se avecina, tres de The Big Bang Theory y uno de Cómo conocí a vuestra madre— y sigue gratuitamente programas en webs como Seriesly, donde terminó hace poco Breaking Bad, o Biophobia, donde ve partidos de fútbol. De vez en cuando sale al exterior.
Recuerdo aquella novela de Paul Auster que nos dejaron en la universidad. Me marcó desde que la leí aunque entonces no sabía que era porque algún día, hoy, iba a sentirme identificada con el protagonista. Un tipo que lo deja todo y de pronto se encuentra andando nomás por el inmenso parque de la ciudad, durmiendo entre las piedras, viviendo de los restos de la comida que dejan los visitantes, dejándose crecer el pelo y la barba, viendo pasar el sol y la luna.
Qué bajo hemos caído. Soy The Dude, ese que tanto le fascina a Abenshushan, pero presiento que a mí no me queda bien. Se me empieza a acumular la peste debajo de las pijamas que se han convertido en mi nuevo uniforme. Dejé de bañarme a diario y cambié los zapatos por las chanclas, un poco para adaptarme al look predominante en esta ciudad. Si me vieran mis amigas, que tanto me querían ayudar a mejorar mi imagen. Si me viera mi madre, que ha basado parte de su autoestima en el arreglo personal. Me está creciendo la barriga y me digo a mí misma que tengo que ir al gimnasio. Primera vez en la vida que pago un gimnasio. No mejoran mucho las cosas. Nada me detiene a tomarme una copa de vino para acompañar la comida y luego otra para la cena, y luego otra nomás porque sí. Me descubro una rasta natural mientras reviso por enésima vez el feisbuk que cada vez me sabe más aburrido. Soy la viva imagen de la desgracia.
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Resulta que la otra cara de la explotación laboral es el paro laboral. Pero es la misma moneda. Nini es un insulto para quienes no han podido integrarse en las nóminas y tampoco tienen un lugar en las instituciones académicas. También se vive en un loop. También te despiertas de nuevo y te preguntas ¿qué día es hoy? También es un horror. Y aquí peor, por lo que dice el periódico, pues “es imposible tener esperanza”… De repente, no salir, vivir con poco, dejar de vestirse, comer cualquier cosa se convierte en rutina: una rutina retorcida e improductiva, el no-tiempo y los días que pasan rápido, juntos en un mismo ciclo que se repite cada 24 o 25 horas, se va recorriendo. Esto merezco, según algunos. Es el “premio” que tengo que pagar tras años de trabajo asalariado.
Bueno, para ser sincera, no vivo en el parque ni me he dejado la barba… todavía. En realidad, estoy en una situación privilegiada, pero de momento este “privilegio” no se siente como tal. Y tampoco sé muy bien qué hacer con él. Quién habría imaginado que la noción de tiempo libre contiene dentro de sí también esa perversa idea de libertad que define al trabajador libre, piedra angular del capital: libre, sin tierra, sin propiedad, sin sentido. Tiempo libre de horarios fijos y compromisos. Tiempo libre de comunicación y de contacto con los otros. Llega por fin la advertencia de Abenshushan: Sin una educación para el ocio, el tiempo libre se consume entre las fauces del espectáculo, hasta convertirse en un tiempo banalizado, impersonal, políticamente inofensivo. Es el vacío. Y qué mejor lugar para vivir el vacío que la ciudad de Los Ángeles. Y qué peor lugar.
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El problema es la explotación, el trabajo no pagado, la falsa comodidad del pago por nómina. El capitalismo, pues. El trabajo y el poder. El trabajo subsumido al poder. El trabajo debajo del poder. El trabajo aplastado por el poder. Sólo una cosa: “radical” no es lo mismo que “revolucionario”. Deambular a propósito por las calles y dormir en el parque con el fin de no caer en las redes del trabajo alienado, te vuelve un solitario, quizás, anticapitalista. Pero no cambias el mundo. Y yo, claro, pienso que necesitamos cambiar al mundo… ejem.
Dice Abenshushan que dijo Marx que el verdadero tiempo libre es el que permite el desarrollo de las cualidades humanas. A mí por lo pronto me asalta la necesidad de seguir pensando el trabajo, y cómo hacer para romper el ciclo del encierro personal. Los tiempos de precariedad y violencia nos empujan a la reflexión. Hay tantos que están en eso. Hay quienes, mucho más listos que yo, se han preparado para dejar el trabajo. Otros no cejan en demostrar que los mexicanos están entre los que más trabajan en el mundo, y vuelvo a comprobarlo acá, en Los Ángeles, donde se ve a todas luces cómo los compatriotas se desloman. Me engancho en la cuestión y esta lectura me lleva a otras y luego me muevo a otros temas. ¿Acaso será que puedo comenzar a leer y ser productiva –productiva así, de este otro modo?
Mientras:
¿Qué harías tú sin tu empleo, que te impone la disciplina que organiza tu horario diurno, como el imperativo social que te hace levantarte de la cama e ir a la fábrica, la oficina, la tienda, el almacén, el restorán, donde sea que trabajes y, no importa cuánto lo odies, te hace seguir regresando al día siguiente? ¿Qué harías si no tuvieras que trabajar para recibir un ingreso?
Entonces el inminente fin del trabajo plantea la más fundamental de las cuestiones sobre lo que significa ser humano. Para empezar, ¿qué propósito podríamos elegir si el trabajo –necesidad económica– no consumiera la mayor parte de nuestras horas y de nuestras energías creativas? ¿Qué posibilidades evidentes, aunque todavía desconocidas, podrían aparecer? ¿De qué manera la naturaleza humana cambiaría, si el antiguo, aristocrático privilegio del ocio llega a ser un derecho natural de los seres humanos?
[James Livingston, «Fuck work», en Aeon, 25 de noviembre de 2016. Se puede ver una traducción en ctxt, 16 de diciembre de 2016.]
Hola,
Jamás había escrito un comentario en un blog y menos en horas de trabajo, pero creo es valido después de trabajar casi 12 horas y ver que mis compañeros Godinez pueden ver youtube o el gráfico.
Al leer tu artículo me recordó los 7 meses más largos y frustrantes de mi vida, «el tiempo libre» no es sano y menos en las circunstancias en las que me encontraba. Cuando termine la carrera convencí a mi mamá y hermanas que me dieran un plazo de 1 año para poder titularme, aceptaron , obtuve una beca por parte de la SEP con la cual page todo lo referente a ese tramite, un año después logre titular y yo absurdamente pensaba que iba a tener el trabajo de mis sueños, como todo ingeniero (me imagine con mi casquito, botitas, bata y revisando lineas de producción o haciendo productos nuevos), obviamente eso JAMÁS PASO. Fui a muchas entrevistas, me hicieron miles de examenes y perdí casi tres meses esperanzada a entrar como becaria para trabajar en la planta del Osito Panero, además de solicitarme una experiencia que a mis 25 años (en ese tiempo) no tenia. Conforme pasaba el tiempo mi familia comenzaba a molestarse por mi apatía o necedad de conseguir «el trabajo de mis sueños». Hasta que un día en la cadena de restaurantes solicitaban trabajadores (jefes de piso, mesoros, etc), así que mi mamá en su desesperación me llevo a solicitar empleo, yo no sabía para que pedir, en ese momento se me ocurrió decir que para «Ayudante de Cocina», después de varias entrevistas, logre conseguir trabajo, claro no era el ideal pero ERA TRABAJO AL FINAL DEL DÍA Y COMO JEFA DE PISO.
Mi etapa laboral en mi primer trabajo no fue la más fabulosa, rolaba turnos, a veces salia a las 3 o 4 de la mañana y tenia que volver a las 2 de la tarde de ese día, trabajaba 15 días de corrido y descansaba 1 día, sin contar la desesperanza que sentía de saber que estaba titulada y estaba trabajando en un restaurante, literal lloraba y me ganaba el sueño. Mi hermana un buen día me dijo «salte de ese trabajo tienes un mes para conseguir uno nuevo». Corrí literal!!!! Mande mi CV a miles de lugares y logre conseguir uno en mi área y así me fui haciendo camino. En menos de un año estuve en tres trabajos diferentes, el tercer trabajo a los tres meses me corrieron (llore como Magdalena y mi familia solo me dijo «será el inicio de muchas cosas que vivirás»), regrese al tercer día a ese mismo trabajo, dure dos años y medio, hasta que deje de sentirme a gusto y me cambie, ahora trabajo en una empresa de pescados y me va bien y disfruto lo que hago.
Los 7 meses desempleo pensaba en, porque en la escuela nos enseñan a pensar que saliendo encontraras el «trabajo ideal» o temer a que la industria te comiera vivo, la verdad es que tuve mucho miedo en no ser capaz de cubrir esa expectativa y se notaba en cada entrevista de trabajo a la iba, muchas veces pensé en estudiar la maestría, pero entonces pensaba que sería peor porque no cotisaria en el IMSS, INFONAVIT y demás cosas y sin contar que seguiría sin tener la aclamada experiencia, TERROR TOTAL!
Espero de corazón tu «(no) trabajo» te sea más llevadero y encuentres esa actividad o trabajo en la cual te sientas a gusto o porque no como Videgaray «para aprender».
Saludos.
Aline
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Mi querida Aline, muchísimas gracias por compartir!!! Pues sí, la explotación en el trabajo ha resultado un tema común y ya en realidad a nadie le sorprende. Lo que a mí me sorprendió más bien fue precisamente que el tiempo libre sea también difícil de llevar!! Pensé que era el ideal de la vida!! Gracias por tus deseos, ojalá que no caiga en lo mismo que Videgaray, juaaa, pero algo saldrá. Abrazos
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Oye, qué bien escribes! Y no es que me sorprenda la calidad, sino el que no hayas hecho carrera en ello.
Yo nunca he estado desempleada, en teoría vivo el sueño de todos: desde el 2012 trabajo a la hora que quiero y el tiempo que quiero, recibo un salario más o menos fijo que -aunque ha venido a menos cada año- aún me alcanza para vivir y me gusta mucho lo que hago.
Sin embargo, viví la tortura de no saber qué hacer con el tiempo libre y también me la pasaba viendo tele, en pijama, fui al gimnasio pero no resultó y muchas veces apenas comía pero muy mal.
He de reconocer que quienes me devolvieron a una sana rutina fueron mis perros, ya que vivía en un departamento y tenía que sacarlos al baño, a caminar y a «socializar» con otros perros.
Luego comencé a ver Walking Dead y me dije: sin duda me dejarían atrás, no se hacer nada para sobrevivir en un mundo sin luz ni internet.
Entonces ambas situaciones me llevaron a encontrar un taller de agricultura urbana y de ahí a vivir unade las mejores épocas de mi vida.
Ahora de nuevo ando dando tumbos pues con el hijobienamado no logro organizarme para nada, pero tengo la esperanza de que pronto saldré de esta especie de sopor.
A ver qué serie me motiva, jajaja!
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Qué chido, mi Angie. Gracias por compartir!!! Es cierto, el trabajo en casa, el freelanceo y hasta los estudios de posgrado también nos llevan a esta situación de encierro/aislamiento y pijamas… Acá de momento no podemos tener mascotas 😦 pero justo me acabo de meter a un taller (en línea, juaa) y supongo que seguiré buscándole por ahí, para tener como puntos de referencia alrededor de los que se puedan organizar los días y semanas. Suerte con lo del chamaco y el futuro, por lo pronto a mí me ha enganchado Mr Robot, Good Girls Revolt y mejor ya no le sigo, qué pena jaaa Gracias por las porras!
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